Una mañana de sol calcinaba su frente tibia. Todas las
abejas del mundo vinieron a dulcificar su ser. Yo la conocí llorando. Ella
llevaba en su mirada el suspiro del viento palpando los bambúes. Una liebre
azul esculpió su carácter en una roca ígnea con la piel de una garza. Y fue una
tarde triste, como ella, cuando la danza ritual de las alondras cubrió de
orquídeas sus pupilas.
Era la hora de tejer el escarpín rosado. La misma hora en
que las hormigas llegaban a la corolas de las rosas y con una tijera de plata
recortaban las siluetas de los escarabajos.
Había llovido bastante aquella noche. Al amanecer, los
cristales de una basílica inmensa transformaron al sol en caramelo. Era
imposible hablar con ella, como lo era también hacer una piñata de amaranto.
Ella conocía el lenguaje de los sauces salvajes y la dulce
palabra de los niños que gustan enterrar alcayatas en la garganta esférica del
lobo.
Tejer no era fácil, era más fácil encontrar corales
prendidos en la frente de los caracoles. Ella meditaba : “cuando nazca atará
las estrellas a la cumbre de un araguaney y regará mastranto por mi casa” ;
pero no fue posible.
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